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lunes, 4 de septiembre de 2017

¿ENSEÑAMOS, INNOVAMOS O ENTRETENEMOS?

¿ENSEÑAMOS, INNOVAMOS O ENTRETENEMOS? Ricardo Moreno Castillo Conferencia impartida en León el 6 de VI de 2017 en el IV congreso de la asociación Española de Veterinarios Docentes Buenos días a todos, muchas gracias a todos por su presencia y por invitarme a hablar en este congreso. Y voy a empezar mi disertación contestando a una pregunta que la mayoría de ustedes se estará haciendo, y además con razón: ¿Qué pinta en un congreso sobre la enseñanza de la veterinaria un profesor de matemáticas? ¿Qué nos puede enseñar a nosotros un señor que, seguramente, no distingue un burro de una vaca? La pregunta dista mucho de ser impertinente, muy al contrario: está muy en su lugar y puesta en su sitio. Y por ello intentaré contestarla. Se va a hablar de aquí de la enseñanza de la veterinaria, tema al cual no he dedicado en mi vida ni un minuto de reflexión. Pero hablando de enseñanza, sea la de las matemáticas, las lenguas clásicas, la literatura y la filosofía se han dicho tantas tonterías que no tengo razones para pensar que no se hayan dicho también hablando de la enseñanza de la veterinaria. Tontos los hay en todos los gremios, cofradías, profesiones, y partidos políticos. Y como los tontos, por su propia definición, carecen de inteligencia para examinar si una idea es buena o mala, se apuntan a la más reciente, la que está de moda, a la políticamente correcta. Lo antiguo es por cuestión de principio lo obsoleto, lo arcaico y lo reaccionario. De este modo, identificando sin más lo bueno con lo nuevo y lo malo con lo antiguo, se ahorra el tonto el difícil trámite de pensar, que como todo el mundo sabe, produce muchas jaquecas. Por poner un ejemplo, cuando se planteó la necesidad de volver a los dictados, una tal Carmen Rodríguez, catedrática de Didáctica y Organización Escolar de la Universidad de Málaga dijo que eso era “volver hacia atrás”. No se le ocurrió aportar razones sobre si los dictados eran o no eran útiles, no, eran antiguos y eso los descalificaba sin remisión. Si así discurren los catedráticos de las facultades de educación, cómo lo harán los becarios. Dividiré mi intervención en cuatro partes. La primera, en hacer ver que no todo lo nuevo es bueno. La segunda, que hay cosas que ya no admiten mejora, y todo intento de cambiarlas solo puede llevar a estropearlas. La tercera, que no hay innovación que no sea en parte una recuperación del pasado. La cuarta, que muchas cosas que se venden como novedosas distan mucho de serlo. 1. Demostrar lo primero es fácil, porque abundan los ejemplos. El nazismo, sin ir más lejos, fue en su momento una novedad que encandiló a millares de jóvenes que desfilaban hacia el futuro con mucha marcialidad y despreciaban a aquellos de sus mayores que reivindicaban las democracias caducas y obsoletas. El tiempo demostró que la novedad era letal, que los viejos que reivindicaban la democracia burguesa estaban en lo cierto, y hubo que volver atrás. Vale lo mismo para el comunismo y para tantas ideologías delirantes que a tantos y tantos hicieron soñar a lo largo de todo el siglo XX, y que tantos y tantos males trajeron. Son ejemplos extremos, porque descubrir que eran fatales costó unos pocos de millones de muertos, pero ya que no los podemos resucitar, aprendamos la lección y desconfiemos de las novedades que se apartan de lo que la experiencia ha demostrado que funciona. Los cambios en la educación habidos en España durante los últimos cincuenta años no han provocado muertos, cierto, pero sí una catástrofe que se hubiera evitado examinando las cosas atendiendo a la sensatez y no a la novedad. En este primer punto, me parece, no hace falta demorarse más. 2. Vamos pues con el segundo. En los congresos de educación se escuchan frases muy redondas y solemnes que antes arrancan un fervoroso aplauso que una sosegada reflexión. El decir: “¡No podemos enseñar como hace cien años!”, tiene el éxito asegurado. Pero respiremos hondo y contemos hasta diez. ¿Y por qué no? ¿No hacemos el amor como hace un millón de años? Si algo funciona ¿por qué cambiarlo? Y aquello que se descalifica sin más como “enseñanza tradicional” algo tendrá de bueno cuando de ella proceden todos los artistas, científicos y filósofos que en el mundo han sido Vamos a afinar esta idea con algunos ejemplos. Utilizamos un alfabeto latino cuyo remoto origen es fenicio, de casi tres mil años. Los griegos le pusieron las vocales, y desde entonces lo utilizamos con muy pocas variaciones. Después de intentos de escrituras jeroglíficas y silábicas, se llegó a la escritura alfabética, y salvo pequeños retoques para adaptarla a las diferencias fonéticas de diversos idiomas, seguimos con ella. Como ya es insuperable, lo seguimos usando, y no hay nada malo en ello. No tan antiguo, pero con varios cientos de años, es nuestro sistema de numeración. Después de intentar sistemas aditivos, posicionales, de base diez, veinte o sesenta, llegamos al posicional de base diez, y lo que es más importante, con un signo para el cero que no significa simplemente un hueco, sino que funciona como una cifra más. Esto ha sido decisivo y es lo que lo hace insuperable, y a partir de allí ya nadie se ha dedicado a mejorarlo. Y los ordenadores de última generación tienen un teclado con un alfabeto latino, procedente del fenicio y unos números procedentes de la India medieval. ¿Cómo vamos a seguir usando en la era de los ordenadores un alfabeto de raíces fenicias y un sistema de numeración medieval? Pues usándolos, así de fácil. Y no es un contrasentido: si siempre estuviéramos cuestionando lo antiguo por antiguo, siempre estaríamos empezando y el mundo nunca avanzaría. Voy a poner algunos ejemplos más significativos. Hasta no hace tanto tiempo, no se consideraba que la esclavitud fuera inmoral. Se nacía esclavo o libre igual que se nace feo o guapo. Incluso se hablaba de los deberes del buen amo: el buen amo no debía maltratar a los esclavos, ni usarlos sexualmente, ni hacerlos trabajar en exceso, y tenía la obligación de cuidarlos en la vejez y la enfermedad. Ahora nos parece que no puede haber un buen amo de esclavos, porque nadie puede poseer esclavos. Esto es una conquista definitiva e insuperable: todo hombre nace libre. No vale decir que cualquier saber es provisional, que hay que estar abierto a las novedades, y que a lo mejor con el tiempo los antropólogos descubren una raza de seres humanos a los cuales, por su propio bien, conviene esclavizar. No, a quien predique semejantes novedades no se le ha de prestar ninguna atención. Otro ejemplo. ¿Qué consejos daríamos a alguien que pregunta cómo hacer para tener amigos? Le diríamos que hay que ser servicial, saber escuchar, ponerse en el lugar del otro, no hablar siempre de uno mismo ni mucho contar las propias enfermedades. Los mismos consejos que daría un ateniense a otro ateniense en la Atenas de Pericles. No hay nada nuevo que decir. Incluso en la medicina, que progresa espectacularmente de día en día, hay resultados definitivos e insuperables, que no los vemos porque nos parecen obvios. ¿Qué pasó cuando apareció el sida? El mundo se llenó de laboratorios que investigaban la enfermedad. ¿Y qué ocurrió cuando se declaró la peste negra? El mundo se llenó de oraciones, procesiones y rogativas. Hoy día ni el creyente más ortodoxo admitiría que un médico le recetara una peregrinación a un cierto santuario y que en el libro de recetas le escribiera las oraciones que habría de rezar delante del santo. Tampoco aquí hay que estar abierto a novedades: no hay que pensar en la posibilidad de que algún día un equipo interdisciplinar de médicos y teólogos descubra unas oraciones curativas. Y esto es otra conclusión definitiva e insuperable: la medicina es cuestión de ciencia, no de religión ni de magia, y tan solo avanza por el estrechísimo carril de la investigación científica rigurosa y contrastada. Y mucha atención, que muchas medicinas alternativas a la moda no tienen nada que envidiar a los conjuros de antaño, y captan a incautos más atentos a las novedades delirantes que a las de la ciencia, siempre más pausadas y verificadas. Lo mismo sucede con la ingeniería. Por mucho que se descubran máquinas más y más eficaces, sabemos que solo podrán transformar energía en trabajo aprovechable, pero no crear energía de la nada. Dicho de otro modo: la máquina del movimiento continuo es imposible. Esto también es una conquista insuperable y definitiva, y quien pretenda hacernos creer que ha fabricado la máquina del movimiento continuo ha de ser tratado con el desdén que merece cualquier charlatán. ¿Y a cuento de qué viene esto? A cuento de que, en mi opinión, la enseñanza ha de ser transmisiva, memorística y repetitiva, y esto es algo también definitivo e insuperable, y todo tipo de enseñanzas alternativas son tan engañosas como tantas y tantas de las terapias alternativas a las que acabo de aludir. ¿Por qué la enseñanza ha de ser transmisiva? Porque, digan lo que digan pedagogos novedosos y delirantes, un estudiante no puede construir su propio conocimiento. El cálculo infinitesimal, por ejemplo, nace en el siglo XVII, pero sus raíces más remotas están en las paradojas de Zenón. Digamos que Newton y Leibniz dan a luz una criatura cuya gestación duró más de dos mil años, durante los cuales muchas de las mejores cabezas de la humanidad reflexionaron sobre las ideas de límite y del infinito. ¿Cómo puede alguien sostener que un adolescente puede descubrir por sí mismo algo que a las mejores cabezas de la humanidad les costó siglos descubrir? El ejemplo es un poco extremo, pero pensemos en el alfabeto o el sistema de numeración aludidos antes, que forman parte de la educación elemental. Son muy antiguos, pero jóvenes en relación a la edad de la humanidad, porque costó siglos de trabajo llegar a ellos, y nadie puede descubrir por sí mismo ninguna de las dos cosas. O al niño se le transmiten conocimientos, o se le condena a la ignorancia. Vamos con la memoria, tan denostada hoy día. Por cierto, cuando defiendo el papel de la memoria siempre sale un imbécil que pregunta si hay que volver a la aprender la lista de los reyes godos, como si el papel de la memoria en los procesos de aprendizaje tuviera algo que ver con los reyes godos. El aprender es una moneda con dos caras, inteligencia y memoria, y ninguna de ellas puede funcionar sin la otra. Esto ya dijo Kant hace bastante tiempo, que los contenidos del conocimiento sin las estructuras del pensamiento son ciegos, pero que las estructuras del pensamiento sin los contenidos del conocimiento están vacías. Si de vez en cuando hiciéramos una pausa en nuestra búsqueda de ideas novedosas e innovadoras y escucháramos la voz de los pocos sabios que en el mundo han sido, las cosas irían mucho mejor. Vamos a explicar esto un poco. La inteligencia es un juego, como el ajedrez, y para jugar al ajedrez son necesarias unas piezas, las cuales se guardan en una caja al acabar la partida. Pues bien, el juego de la inteligencia también necesita unas piezas. Estas piezas se llaman ideas, y mientras no las utilizamos quedan guardadas en una caja llamada memoria. Esta verdad tan elemental, la de que es imposible reflexionar sobre unas ideas cuando se carece de ideas, es tan absolutamente ignorada que mucha gente presume de falta de memoria y nadie de falta de inteligencia (como si una y otra fueran inversamente proporcionales). Y esta ignorancia es una de las razones que nos ha llevado al fiasco de nuestro sistema educativo. Hay una hermosa cita de Borges que apunta en esta dirección: De todos los instrumentos del hombre, el más asombroso es, sin duda, el libro. Los demás son extensiones de su cuerpo. El microscopio, el telescopio, son extensiones de su vista; el teléfono es extensión de la voz; luego tenemos el arado y la espada, extensiones del brazo. Pero el libro es otra cosa: el libro es una extensión de la memoria y la imaginación. El libro es pues extensión de la memoria, igual que los demás instrumentos creados por el hombre lo son del cuerpo. Si esto es cierto, y los libros prolongan la memoria como el telescopio la vista, entonces no la sustituyen, porque no se puede prolongar un sentido del que se carece. Un libro para un desmemoriado es tan inútil como un telescopio para un ciego. Por otra parte, se consulta lo que se supo y se ha olvidado, o aquello de cuya existencia se tiene noticia, pero no se puede consultar algo si no se sabe ya algo de ese algo. Si un científico no recuerda exactamente una fórmula, sabe dónde encontrarla y la reconoce en cuanto la ve, pero no puede buscar una fórmula cuya existencia ignora. Esto está, además, muy experimentado. Normalmente, cuando se dice a los alumnos que en un examen, de matemáticas por ejemplo, podrán utilizar el libro, los resultados son peores. Y es fácil de entender la razón. Durante el examen hojean distraídamente el libro a ver si encuentran una fórmula en la que encajen los datos del problema, pero como no saben lo que están buscando, sencillamente no lo encuentran. El libro es un apoyo para la memoria, no un sustituto, pero los muchachos, en su ingenuidad, piensan que sí lo es, y cuando saben que podrán consultar el libro ya no estudian la teoría. Pero lo más grave es que esta ingenuidad, perdonable en los estudiantes, está muy extendida entre pedagogos. Ni siquiera un diccionario, el libro de consulta por excelencia, es útil para quien no tiene buena memoria. Dejemos de lado que es imposible manejarlo si no hemos aprendido previamente el orden alfabético. Si después de averiguar el significado de una palabra la olvidamos, esto es, no la incorporamos ya para siempre a nuestro vocabulario, la búsqueda ha sido una pérdida de tiempo. Del mismo modo, se puede entender perfectamente un teorema de física o un conflicto histórico, pero si acto seguido se olvida es como si no se hubiese entendido nunca. Y por supuesto, la enseñanza ha de ser repetitiva. No se puede llegar a la matemática superior sin haber interiorizado rutinas de cálculo que hay que repetir una y otra vez. Y esto sucede incluso con la enseñanza más artística. Un hermoso poema es tan fresco, tan cómo tiene que ser, que parece que es así porque no podría ser de otra manera, igual que una amapola se desarrolla como amapola. Pero si parece tan fresco y espontáneo es precisamente porque no es ninguna de las dos cosas, sino porque tiene detrás muchas y muchas horas de trabajo. El trabajo del buen poeta es más repetitivo y artesanal de lo que muchos se imaginan. Lo mismo sucede con el teatro. El actor que mejor actúa es quien lo hace con más naturalidad, pero esa naturalidad es producto de mucha reflexión y dedicación. El que actúa con más naturalidad es el menos natural. Cuando vemos una actuación de ballet clásico y a la bailarina dando vueltas con tal agilidad que parece que va creando la música con su movimiento, estamos tentados de pensar: ¡qué ligereza!, ¡qué espontaneidad! Pero no es así. Detrás de esa aparente espontaneidad hay muchas horas de esfuerzo diario y repetitivo durante muchos años. Picasso decía que a los niños les gustaban sus dibujos porque parecían pintados por un niño, pero que antes de llegar a eso había tenido que dedicar muchas y muchas horas copiando capiteles, estatuas griegas y haciendo pintura figurativa. Y cualquier virtuoso de cualquier instrumento musical ha pasado horas y horas haciendo escalas y ejercicios repetitivos. Ya no digamos la creatividad del científico, quien primero ha de estudiar hasta alcanzar la frontera de lo desconocido dentro de su especialidad para, a partir de allí, poder decir cosas nuevas. Hay un precioso libro de Santiago Ramón y Cajal, titulado Los tónicos de la voluntad, dirigido a futuros investigadores, en el que dice algo admirable por su sensatez, y sobre todo por su modestia: “Primero hay que ser buenos obreros, después ya veremos si llegamos a arquitectos”. Porque también la investigación científica tiene una gran dosis de rutina. Si un químico tiene que confirmar o rechazar una hipótesis, tendrá que hacer análisis y repetirlos muchas veces. Y para que esos análisis sean significativos, han de ser hechos con un rigor y precisión que solo habrá logrado después de muchas horas de prácticas muy repetitivas en un laboratorio bajo la dirección de alguien que sepa más que él. Porque la creatividad no solo tiene que ver con el trabajo, sino también con la modestia: hay que dejarse enseñar. Y todo esto lo vamos a ejemplificar con la medicina. ¿Por qué en las facultades de medicina han mantenido el nivel, a pesar de todos los disparates pedagógicos a la moda? Porque, irremediablemente, la enseñanza de la medicina ha de ser transmisiva, memorística y repetitiva, y ni el pedagogo más descerebrado se atrevería a sostener lo contrario. ¿Cómo podría un estudiante de medicina “construir por sí mismo su conocimiento”? ¿Dándole un enfermo para que lo fuera medicando a su gusto, y así, según mejora o empeora, “construir su conocimiento”? Vamos, ni de broma. ¿Y ya no van a tener los aspirantes a médicos que estudiar anatomía porque está en internet? No, igual que siempre, tendrán que estudiarla y memorizarla, porque sin memoria no hay conocimiento. Y un aspirante a cirujano tiene que ver muchas operaciones antes de coger el bisturí, y cuando al final lo hace, ha de respetar el protocolo que le han enseñado al pie de la letra. ¿Qué diríamos de él si le da por recortar de cualquier manera dando rienda suelta a su creatividad? No, ha de ser repetitivo, y solo después de mucho tiempo de ejercer el arte de la cirugía a lo mejor aporta una novedad. Así pues todo aprendizaje, desde el de la medicina hasta el necesario para tener el carnet de conducir, pasando por el de las matemáticas, la pintura o la música, ha de ser trasmitivo, repetitivo y memorístico, y a mi juicio esto es tan definitivo e insuperable como el de que la esclavitud es injusta. Es por esta razón que un buen profesor de ahora hace casi lo mismo que un buen profesor de hace quinientos años, mientras que un buen médico no hace lo mismo que un buen médico de hace quinientos años. Y debe ser por esto que hay premio Nobel de medicina y no hay premio Nobel del profesor de instituto. Es cierto que esto es frustrante para un profesor, porque a todos nos gusta ser originales e innovadores. Pero ¡qué le vamos a hacer! siempre que se intenta innovar saliéndose de lo que ya es definitivo, solo lleva a delirios, destrozos y desvaríos. Y hay otra cosa, a mi juicio, también insuperable y definitiva. Por buenos que sean los profesores, por más que se gaste en educación, por muy dotadas que estén las escuelas, un estudiante no aprenderá nada sin muchas horas de estudio, constancia y esfuerzo, un esfuerzo que habrá de ser cotidiano, se esté o no motivado. Dicho de otra manera: no hay alternativa a los codos. Todo intento de soslayar esta realidad, por muy obsoleta y ramplona que parezca, es engañar. Y además, este engaño a veces es deliberado. Muchos de quienes presumen de ser partidarios de una enseñanza lúdica y motivadora porque eso les proporciona una gratificadora imagen de estupendos y progresistas, llevan luego a sus hijos a un colegio privado donde los someten a la misma disciplina de la que dice descreer. Y eso es mala fe: los experimentos delirantes con los hijos de los demás, con los míos la enseñanza tradicional que es la que desde siempre ha funcionado. Y voy a leeros un texto de la periodista Susana Pérez de Pablos, procedente de una entrevista que hizo Álvaro Marchesi, el padre del desastre educativo español, publicada en El País el 15 de mayo del año 2008: Marchesi es concienzudo con todo. Tiene un hijo, que vive en Brasil con su madre. Va a verlo cada dos meses, pero le llama por teléfono para tomarle la lección tres veces por semana. En su casa de Boadilla del Monte tiene un ejemplar en portugués de cada uno de los libros de texto que estudia el niño. «Papá, eres un pesado», le dice a menudo, como repite el padre sin ocultar el orgullo. Cuando se trata del propio hijo todo el mundo se vuelve más pragmático y menos fantasioso. Y si para obligarle estudiar se le ha de tomar la lección (procedimiento tradicional y antiguo donde los haya), pues se le toma la lección. Y si el hijo encuentra que eso es una pesadez por parte de su padre (esto es, en la jerga pedagógica: “si no está motivado”), pues que se aguante, y se le toma la lección igual. Álvaro Marchesi es un padre ejemplar y todos los padres deberían hacer como él: al niño hay tomarle la lección para obligarle a estudiar, esté o no motivado. Y ahora planteo una pregunta para dejarla en el aire: ¿Actúa de buena o mala fe Álvaro Marchesi al defender su reforma? 3. Vamos con el tercer punto: No hay innovación que no sea en parte una recuperación del pasado. Cuando vamos de excursión conviene ir mirando hacia delante para no tropezar, pero si llevas la mochila agujereada, es bueno de cuando en cuando hacer un alto y mirar para atrás, y retroceder para recuperar lo que se te haya caído. La mochila que todos llevamos en nuestra excursión por la vida es nuestra memoria, la personal, y también la histórica, si somos capaces de participar de ella. Y esta mochila está llena de agujeros porque nuestra memoria es frágil e incierta. No hay más remedio que mirar hacia atrás, y ese hábito para recuperar las cosas buenas perdidas no tiene nada de reaccionario ni de regresivo. Precisamente fue la nostalgia de la antigüedad, el amor a la ciencia por sí misma y no solamente como sierva de la teología, lo que dio lugar a un movimiento tan importante como el Renacimiento. Y es de suponer que algunos teólogos, celosos del pensamiento libre, criticarían a los entusiastas de la ciencia griega llamándolos “nostálgicos de un paganismo obsoleto”. Y una revolución tan importante como el heliocentrismo tuvo lugar cuando Nicolás Copérnico miró hacia atrás y se encontró con las teorías de Aristarco de Samos. Tuvo la suficiente inteligencia para comprender que una idea no es mala solo por ser antigua, aunque fuera de hacía casi veinte siglos, y supo tomársela en serio. Dalton elaboró su pensamiento reflexionando sobre las teorías de Demócrito, y Darwin tiene un precedente clarísimo en Anaximandro de Mileto. Hay un hermoso libro, titulado Diálogos sobre física atómica, en el cual Heisenberg cuenta cómo el punto de partida de algunas de las reflexiones que desembocaron en sus teorías físicas fue la lectura del Timeo de Platón. Los ilustrados del siglo XVIII también miraron hacia atrás, por encima de las monarquías absolutas, y descubrieron y reivindicaron el sentido grecorromano de ciudadanía. Y por supuesto, no hay filósofo, por moderno y rompedor que pueda parecer, que no mire hacia atrás, a Grecia. Porque fueron los griegos los que nos enseñaron a filosofar, y no hay otro modo de filosofar que no sea dialogando con los griegos. Ya sé que todo lo que estoy diciendo puede ser tergiversado, y se me podría argumentar que razonando como lo estoy haciendo, el mundo nunca avanzaría. No, el mundo avanza porque descubrimos cosas nuevas sin dejar atrás las cosas viejas que no por ser viejas son malas, y si a veces avanza más despacio de lo que desearíamos es porque al olvidar el pasado repetimos errores que se podrían evitar estudiando un poco de historia. Es cierto que en ciertas épocas la autoridad del pasado fue una rémora, como pudo suceder en la Edad Media con la de Aristóteles, pero en la época actual la autoridad del pasado es mucho menos tiránica que la de lo nuevo, la moda y lo políticamente correcto. Y la tiranía de la moda y lo políticamente correcto está haciendo estragos en la enseñanza. El equilibrio necesario para no dejarse atraer en exceso por ninguno de los dos polos está muy sabiamente sintetizado por la siguiente máxima del gran humanista e historiador del arte Erwin Panofsky: El humanista rechaza la autoridad, pero respeta la tradición. 4. Y vamos con el último punto: lo que se nos vende como novedoso, las más de las veces no lo es. Una necedad, por ser novedosa, no deja de ser una necedad, pero a veces sucede que tampoco es novedosa. Pero sucede que los adictos a lo nuevo están tan atareados diciendo novedades que no tienen tiempo de estudiar historia, y no se enteran de que sus presuntas novedades ya han sido dichas hace tiempo, su inutilidad ha sido demostrada, y lo que es más importante, ya han sido criticadas en su momento por todas las personas de buen sentido que ha habido en el mundo, que también son muchas. Los tontos están en aplastante mayoría, cierto, pero como además son más alborotadores y ruidosos que las personas inteligentes parecen más de los que son, y que su mayoría es más aplastante de lo que en realidad es. Las personas juiciosas son más sosegadas y no hablan a gritos, por eso pasan más desapercibidas, pero a la larga son sus ideas las que sobreviven. Por ello voy a citaros unos textos de hombres y mujeres sensatas que ya en su momento rebatían cosas que nos venden hoy como innovadoras, y que además se reían de las bobadas de los pedagogos e incluso de la misma pedagogía. Comenzamos con una cita del físico teórico norteamericano Richard Feynman: Las virtudes de la pedagogía son inútiles en la mayoría de los casos, salvo en aquellos excepcionales donde resultan felizmente innecesarias. Seguimos con otra de Gonzalo Torrente Ballester, procedentes de Nuevos cuadernos de La Romana: Nunca creí, nunca pude pensar que en estas notas hablaría del general Pinochet. Pero acabo de leer la noticia de que el dictador chileno ha suprimido la lectura del Quijote de los programas de enseñanza media de su país. Si la medida fuese dictada por un pedagogo moderno, no me habría extrañado; procedente de un dictador, me sorprende y ando obsesionado en busca de una explicación. Las explicaciones que elabora Torrente para entender la medida del dictador son aquí irrelevantes. Lo que sí es relevante es que un profesor, en el año 1974 y a finales de su vida profesional, ya no se sorprenda de cualquier despropósito que se le pueda ocurrir a un pedagogo moderno y ansioso de novedades. En 1971, en su libro El castillo de Barba Azul escribía el profesor y crítico literario George Steiner lo que viene a continuación: Hábitos de comunicación y de enseñanza surgían además directamente de la concentración de la memoria. Muchas cosas se aprendían de memoria [by heart], una expresión hermosamente relacionada con lo orgánico, con la presencia interior en el espíritu individual de la significación y del hecho expresado. La catastrófica declinación de la memorización en nuestra educación moderna y en los recursos del adulto es uno de los principales síntomas, aunque todavía poco entendido, de una poscultura. La declinación de la memorización es (si bien cuidadosamente disfrazada) una muestra del desprecio por el saber que mantienen muchos de los teóricos de la educación. Es un síntoma de una poscultura y quizás del comienzo de una nueva época oscura. Recordemos que Shakespeare llamaba a la memoria “el centinela del cerebro”. Y una mente sin centinela es una mente enloquecida. Y en un texto de hace casi medio siglo, Steiner ya alerta del peligro que supone para la educación el desprecio por la memoria. La siguiente es de Manuel García Morente, de un artículo titulado “El mundo del niño”, publicado en 1928 en Revista de Pedagogía: El niño quiere ser hombre, quiere organizar el mundo en unidad real, coherente, única, centrípeta, sólida. Para ello ha menester auxilio atento y amoroso de los adultos. Aquí es donde interviene la labor del maestro, cuya misión consiste esencialmente en sostener firme en el niño esa voluntad de ser hombre, ese afán de incorporarse al universo del adulto, al mundo del trabajo. Por eso me parecen radicalmente, fundamentalmente, totalmente falsas esas pedagogías infantilistas que hacen del trabajo un juego. Son técnicas que lejos de favorecer la educación -la conducción de la infancia a la hombría- la obstaculizan, haciendo perdurar indebidamente la vida pueril. El juego puede ser tan importante para los niños como el estudio, pero son cosas distintas. Es por esto que la escolarización es obligatoria y el juego no puede serlo. Obligar a jugar a un niño sería tan absurdo como obligarle a ser feliz. Los juegos también tienen reglas, pero son libremente aceptadas por el niño. Y si no le gustan no tiene más que jugar a otra cosa. Pero en el estudio las pone el profesor. Confundir ambas dos cosas es como confundir el agua con el aire. Ambos son indispensables, pero se asimilan de modos diferentes: no se puede hablar de beber aire o respirar agua. Y del texto de García Morente se desprende que la bobada de aprender jugando, aunque sea tan grata a pedagogos innovadores, es muy antigua. Unamuno tiene varios textos que van en la misma dirección. El primero que voy a leer es de noviembre de 1913, y fue publicado en El imparcial, en unas columnas que Unamuno titulaba “arabescos pedagógicos”: Hay una cierta pedagogía que huye de las dificultades, huye del verdadero trabajo, huye de la austeridad. Parece que nos asusta enseñar a los niños todo lo duro, todo lo recio que es el trabajo. Y de ahí ha nacido el que aprendan jugando, que acaba siempre por jugar a aprender. Y el maestro que les enseña juega, juega a enseñar. Y ni él, en rigor, enseña, ni ellos, en rigor, aprenden nada que lo valga. Y luego no olvide usted que importa más lo que se ha de enseñar que el modo de enseñarlo y aprenderlo. No hagamos de la ciencia un mero medio para aplicar la pedagogía. Y en artículo publicado en La Nación en septiembre de 1915 dice esto otro: Lo que necesita el maestro es menos pedagogía, mucha menos pedagogía, y más filosofía, muchas más humanidades. El maestro de primeras letras no puede ser, como no puede ser el padre, un especialista. Hacer de la pedagogía una especialidad es perderse en la técnica pura, en la técnica hueca y vana. Y en mayo de 1907, en una carta a Carlos Vaz Ferreira escribió lo siguiente: Yo, señor, apenas creo en la pedagogía como ciencia independiente, y cuando veo como ha trastornado los espíritus de no pocos maestros creo aún menos en ella. No parece sino que los niños se hicieron para la pedagogía, y no ésta para aquellos. […] Estoy harto de decir y repetir a los maestros que lo importante no es precisamente cómo enseñar; sino qué es lo que debe enseñarse y qué no. De qué sale el cómo mejor del cómo el qué. Y un dato que no es en absoluto baladí: según el testimonio de quienes fueron sus alumnos, Unamuno era un magnífico profesor de griego. Lo que demuestra que la presunta “ciencia pedagógica” no es necesaria para ser un buen profesor. Vamos con más testimonios de personas inteligentes que demuestran que las estupideces pedagógicas son ya muy viejas y que el descrédito de la pedagogía entre las personas sensatas es muy antiguo. Contando sus experiencias de un viaje América, Chesterton escribió la siguiente frase lapidaria: Cuando aparece la pedagogía, el sentido común queda aniquilado. Y seguimos con Chesterton, quien en 1910 escribió lo siguiente: Sé que algunos pedantes frenéticos han defendido que la educación no es en absoluto transmisión, que no enseña en absoluto por medio de la autoridad. Presentan el proceso como una llegada, no del exterior, desde el maestro, sino desde dentro del niño. Dicen que la educación es la llave para dirigir o sacar facultades dormidas de cada persona. En algún lugar profundo de la oscura alma infantil hay un deseo de aprender acentos griegos o de llevar cuellos limpios, y el maestro de escuela sólo libera amable y tiernamente ese aprisionado propósito. Sellados en el bebé recién nacido, están los secretos intrínsecos del modo de comer espárragos y cuál es la fecha de la batalla de Bannockburn. El educador sólo extrae del niño su amor invisible por las divisiones largas. Discrepo de esta doctrina. Decir que la educación de un niño procede de él es tan absurdo como decir que la leche del bebé procede del bebé. Hay sin duda en cada criatura unas fuerzas y posibilidades, pero la educación, o significa darles unas determinadas formas y entrenarlas para determinados propósitos, o no significa nada en absoluto. El habla es el ejemplo más ilustrativo. Se pueden sacar gemidos del bebé pellizcándolo, pero habrá que esperar con mucha paciencia antes de sacar de él el idioma inglés. Primero habrá que metérselo dentro. Este texto revela que quienes siguen anunciando que los niños “deben aprender por sí mismos” como si fuera una idea muy original, ignoran dos cosas: que la idea no es nada original, y que desde siempre las personas de buen sentido se han pronunciado contra ella. Uno de los gurús de la disparatada pedagogía actual, el profesor Santos Guerra escribía en 1993 (ochenta y tres años después del texto de Chesterton) en Cuadernos de Pedagogía un delirante artículo del cual extraigo la siguiente cita: El saber, en la escuela, es jerárquico y circula de modo descendente. Y pregunto ¿cómo podría ser de otro modo? Igualmente disparatado sería criticar que “la leche que alimenta al niño circula del pecho de la madre al estómago del niño en modo descendente”. También parece muy moderna la preocupación por los contenidos: no podemos enseñar en el siglo XXI lo que se enseñaba en el siglo XIX, hay que ponerse al día. Pero esta preocupación de los pedagogos vanguardistas por los contenidos obsoletos también está bastante obsoleta, como lo demuestra el siguiente texto del matemático Henri Poincaré (procedente de su obra Science et méthode, publicada en 1908): Supongamos que de aquí a varios años estas teorías sufrieran unas pruebas y triunfaran. Nuestra enseñanza secundaria correría entonces un gran peligro: algunos profesores querrían sin duda hacer lugar a las nuevas teorías. Las novedades son atrayentes, ¡y es tan duro no parecer lo suficiente avanzado! Entonces se querrá abrir a los niños los ojos, y antes de enseñarles la mecánica común, se les advertirá de que ya ha pasado su tiempo y que en todo caso era buena para el viejo zoquete de Laplace. Y entonces no se acostumbrarán a la mecánica ordinaria. ¿Es bueno avisarles de que no es más que aproximada? Sí, pero más tarde, cuando hayan penetrado hasta la médula, cuando hayan tomado el hábito de no pensar sino por ella, cuando no corran al riesgo de olvidarla, entonces se podrá sin inconveniente mostrarles sus límites. Recordemos cuando entró la teoría de conjuntos en las enseñanzas preuniversitarias con menoscabo de la matemática clásica (cuando la primera es ininteligible si no se conoce la segunda). Los mentores del disparate eran profesores avanzados y progresistas, pero más ávidos de novedades que dados al estudio sosegado y la reflexión serena. Y recordemos también el estropicio subsiguiente. Los alumnos no solo dejaron de aprender las matemáticas de siempre, sino que tampoco aprendieron las nuevas. Algo parecido sucedió cuanto se intentó introducir la gramática estructural en las enseñanzas medias, cuando lo que se necesita a esos niveles es la gramática tradicional, la de toda la vida. Esa obsesión por los contenidos obsoletos también ha producido estragos. Ahora un texto de Concepción Arenal procedente del capítulo XVII de su obra El pauperismo, escrita en 1897: La escuela no ha de ser ni una tortura ni un paraíso; ha de dar a la infancia el necesario solaz, el ejercicio, la variedad que necesita el niño, pero iniciándole al mismo tiempo en las condiciones de la vida, que es trabajo y descanso, goce y dolores, lucha en que, si no se alcanza la victoria resultará la derrota. No se le ha de abrumar con tareas superiores a sus fuerzas, ni tampoco deben buscarse métodos para que aprenda sin que le cueste ningún trabajo y como jugando; porque lo que se aprende así suele ser a costa de mucha fatiga de parte del que enseña y se olvida con facilidad; y sobre todo porque la escuela debe formar parte esencial y ordenada de la iniciación a la vida, donde hay que trabajar y vencerse: la rectificación de la voluntad que se tuerce y la gimnasia de las facultades superiores y encaminadas a la armonía deben empezar desde muy temprano, porque muy pronto se observan tendencias contra el orden moral. A riesgo de ser pesado, repito que tanto de este texto como del de García Morente se deduce que lo de “aprender jugando” no solo es una tontería muy dañina porque no educa para la vida, es también es una tontería muy antigua, por más que sea sostenida por educadores novedosos y progresistas. Vamos un poco más atrás. Hay un cuento de Gogol, intercalado en su novela Las almas muertas, que narra la historia de un profesor severo que exigía un buen rendimiento porque consideraba que estudiar es la obligación de los alumnos. Estos le querían, porque un profesor exigente es el que valora a sus discípulos. El que se conforma con poco está tratándolos como si fueran idiotas, y nadie aprecia a quien lo trata como un idiota. Los alumnos se portaban bien. Ocupados en estudiar, tenían poco tiempo para hacer travesuras. Pero he aquí que este profesor se muere y llegan otros con ideas novedosas: lo importante no es el saber, sino el comportamiento (en la jerga actual: lo decisivo no son los contenidos). Y como el saber no era importante, dejaron de estudiar, y así tuvieron tiempo para hacer diabluras. En cuanto se empezó a despreciar el saber frente al comportamiento, no sólo decayó el saber, sino que también decayó el comportamiento. Lo que se ha visto en nuestras escuelas: al despreciar el saber (primando emociones, destrezas, habilidades…) aumenta el acoso y el gamberrismo. Y esto ya lo vio Gogol, quien murió en 1852. Ya en la primera mitad del siglo XIX las personas inteligentes comprendieron el desprecio por el saber es letal. Vamos ahora al siglo XVIII, durante el cual se gestó la Enciclopedia. Habrán ustedes escuchado esa memez de que ya no hay que estudiar contenidos porque los contenidos ya están en internet. Pues los tontos del siglo XVIII dijeron lo mismo cuando salió la Enciclopedia: allí estaban los contenidos, ya no había que estudiar. Los tontos dicen lo mismo en todas las épocas, son de una monotonía desesperante. Y tanto es así que en la introducción a la Enciclopedia hace D’Alembert una hermosa reivindicación de la memoria y la erudición: Sin duda, la sociedad debe sus principales entretenimientos a los espíritus sensibles, y las luces a los filósofos. Pero ni unos ni otros se dan cuenta de hasta qué punto son deudores de la memoria. Ella contiene la materia prima de todos nuestros conocimientos, y a menudo los trabajos del erudito han suministrado al filósofo y al poeta los temas sobre los cuales trabajan. Según un autor actual, cuando los antiguos llamaron a las Musas hijas de la memoria, advertían quizás cómo esta facultad de nuestra alma es necesaria a todas las demás. Y los romanos le elevaban templos, como a la Fortuna. En una carta dirigida a Elie Bertrand fechada en 1763 incidía Voltaire en la misma idea: Pienso que en adelante será preciso poner todo en los diccionarios. La vida es demasiado corta para leer sin interrupción tantos librotes: ¡malditas sean los largos discursos! Un diccionario os pone a vuestro alcance en un momento cualquier cosa que preciséis. Son útiles sobre todo a las personas ya instruidas, que intentan recordar lo que ya han sabido. A Voltaire le habría entusiasmado internet. Pero hay en el texto algo importantísimo: los diccionarios (y en consecuencia internet) son útiles sobre todo a las personas ya instruidas. La existencia de diccionarios (o de internet) no excluye la necesidad de estudiar e instruirse. Quienes sostienen que hoy día no hay que estudiar contenidos porque ya están en internet, deberían leer a Voltaire. En su obra Bromas y Chanzas tiene otra hermosa reivindicación de la memoria: Sin la memoria el hombre no puede inventar nada, no puede combinar dos ideas. Y seguimos con Voltaire. No sé si han visto ustedes por las librerías un libro de un tal Fernando Alberca titulado Todos los niños pueden ser Einstein. Hay otro con un título no menos sugestivo, Libera al Einstein que llevas dentro, de Ken Gibsom, Kim Hanson, Tanya Mitchell. No los he leído, pero ya el título es una estupidez. Pero es una estupidez que dista mucho de ser original, como lo demuestra este párrafo de una carta de Voltaire fechada en 22-XII-1760 y dirigida a D’Aquin de Château-Lyon : Me citáis a M. de Chamberlain, al cual (según decís) he escrito sosteniendo que todos los hombres nacen con idéntica porción de inteligencia. Dios me guarde de escribir semejante falsedad. Desde los doce años pensé todo lo contrario. Ya entonces adivinaba la enorme cantidad de cosas para las que no tenía ningún talento. Me di cuenta de que mis capacidades no me iban a llevar demasiado lejos en matemáticas. Comprobé que no tenía ninguna disposición para la música. Dios ha dicho a cada hombre: podrás ir hasta allá, pero no más lejos. Sí tenía cierta facilidad para las lenguas europeas, ninguna para las orientales: non omnia possumus omnes. Dios ha dado el canto a los ruiseñores y el olfato al perro. Y con todo, hay perros que no lo tienen. ¡Qué extravagancia pensar que todo hombre habría podido ser Newton! ¡Ah, señor! Ya que antaño estabais entre mis amigos, no me atribuyáis semejantes despropósitos. Así que esa bobada pretendidamente novedosa de que cualquiera puede ser Einstein no solo es una bobada (cosa que ya sabíamos) sino que ni siquiera es novedosa. Como se puede ver, data como muy tarde del siglo XVIII. Que trabajando a fondo se pueden descubrir posibilidades insospechadas en uno mismo, es cierto. Que aun siendo Einstein hay que esforzarse para sacar a flote la genialidad, también es cierto. Pero por favor, tampoco se deben sostener disparates ni crear ilusiones que luego desembocan en frustraciones. A mí me hubiera encantado ser Einstein, pero resulta que soy Ricardo Moreno, que es algo mucho más vulgar y prosaico. Soy un hombre corriente, insignificante y prescindible. Y pregunto, ¿no es más sensato asumir alegremente mis limitaciones e intentar ser feliz dentro de ellas que vivir amargado por no ser Einstein, como si fuera una injusticia que se me ha hecho? Y esto es muy importante, porque es una corriente pedagógica muy en boga la de considerar que quien no puede hacer algo es porque es víctima de una injusticia: todos podemos aprender cualquier cosa, ser estupendos, creativos, geniales…Pues unos sí y otros no. Yo no puedo ser Einstein porque carezco de su inteligencia, no puedo ser cantante de ópera porque carezco oído y no puedo ser obispo porque carezco de fe. Y ya para terminar, un texto del Siglo de Oro, de ese gran humanista que fue el jesuita Baltasar Gracián, que nos previene contra las novedades por las novedades (de Oráculo manual y arte de prudencia): Válgase de su novedad: que mientras fuere nuevo será estimado. Place la novedad por la variedad, universalmente: refréscase el gusto y estímase más una medianía flamante que un extremo acostumbrado. Rózanse las eminencias y viénense a envejecer; y advierta que durará poco la gloria de novedad: a cuatro días le perderán el respeto. Sepa pues valerse de esas primicias de la estimación, y saque en la fuga del agradar todo lo que pudiera pretender; porque si se pasa el calor de lo reciente resfriarse la pasión, y trocarse ha el agrado de nuevo en enfado de acostumbrado. Y crea que todo tuvo su vez y que pasó. Decir algo que parezca un descubrimiento espectacular es fácil, hacer una modesta aportación a un cuerpo de doctrina ya existente no lo es tanto, porque para ello hay que estudiar y pensar, con más preocupación por la verdad y la sensatez que por la novedad. Ciertamente, algunas teorías hoy muy asentadas parecieron en principio chifladuras de un lunático y mucha gente, reacia por principio a toda innovación, no supo ver lo bueno que había en ellas. Pero a muchas otras, muchas más, les sucedió lo contrario, que parecían chifladuras de un lunático y que luego resultaron ser, efectivamente, chifladuras de un lunático. Quedaron en la cuneta y no sirvieron ni siquiera de peldaños para llegar a descubrimientos más sólidos. ¡Cuántos pensadores leídos con fervor hasta no hace tanto tiempo y sobre los que ya nadie vuelve! Su recuerdo se nos hace lejanísimo, mientras los clásicos grecolatinos nos parecen mucho más contemporáneos y seguimos aprendiendo de ellos. Pensamos como ellos porque ellos nos enseñaron a pensar. Y ya que hablamos de los griegos, descreer de ellos y de la filosofía no es mirar hacia el futuro ni ser progresista, es volver a la barbarie.
Muchas gracias.

2 comentarios:

  1. Creo que Ud dice cosas que tampoco están contrastadas. Arremete contra toda la Pedagogía.
    Aboga por la transmisión de conocimientos al estilo tradicional y por recuperar el fomento de la memoria como metodología. Todo ello si está incluido en la asignatura "Historia de la Educación" del plan de estudios de la carrera de Pedagogía.
    También denostar el aprendizaje por uno mismo de manera radical cuando resulta que quien lo propone no significa que necesariamente haya de despreciar el saber anterior sino que combina ambos con el fin de promover la autoformación y crecer formativamente porque los humanos "nos apoyamos sobre hombros de gigantes" siendo el gigante el conocimiento construido durante miles de años y que nos precede. Y esto no es nada novedoso. No es necesario polarizarse tanto en un sentido o en otro. No denoste tanto la Pedagogía por favor, es una disciplina antigua, el pedagogo era simplemente un esclavo que conducía al niño hacia el conocimiento, que haya intereses en torno a la educación, que haya habido mayor ganancia en cuanto a terreno profesional de otras disciplinas que se encuadran en las Humanidades por influencia norteamericano no tiene por qué provocar está animadversión.

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  2. La pedagogía es un saber, sí, y quizá haya cargado las tintas, pero arremeto sobre todo contra aquellos teóricos de la pedagogía que no han pisado el aula unos años, en centros diversos y con alumnado variado. Ruego disculpas por la carga de fondo, y conozco a pedagogos excelentes.

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