Desperté en un hospital bajo las tecnologías y atenciones más abstractas. Alrededor mío merodeaban fantasmas blancos con uniformes acorazados bajo máscaras con filtros de gases, me atendían con palabras extrañas, ¿en qué pandemia había amanecido? Aquello resultó ser una pregunta retórica. Mi cuerpo había perdido la masa muscular y la movilidad era nula. Lo peor era mi vista borrosa y aceitosa, voces me decían que no temiera, que era normal tras tanto tiempo soñando. Yo desesperado, me quejé, gruñí, chillé. Entonces me ofrecieron una salida, una ventana para verlo todo claro.
- En breve te inocularemos una lentilla en ambos ojos.
- Sí, por favor, quiero ver la televisión, aunque sea de pago.
- ¿La televisión?
No me entendían o mi percepción fallaba. Entonces vino una psicóloga para atenderme, que tras tanto tiempo en coma las cosas habían cambiado, que no temiera, que me relajara y observara con tranquilidad. En ese momento sentí un suave ardor penetrando en mi piel a través de un parche cutáneo. Tuve un nuevo ensueño mientras trasteaban con mis ojos.
- Tienes unas lentillas en tus ojos vinculadas a un chip en tu cerebro. Puedes ver lo que desees – me dijo la psicóloga – sólo debes practicar un poco entre tu mente y tu mirada.
Yo medio en trance no respondí, aunque soñé de nuevo viéndolo todo claro, que placer, que delirio. Podía viajar por el mundo entero viendo imágenes, podía desconectar de las mismas y retornar a la fría realidad de mi habitación de hospital. Mis interlocutores con trajes de protección habían dejado de ser fantasmas bajo mis legañas. Así estuve semanas hasta que la psicóloga apareció con la frase.
- Creemos que ahora ya estás preparado. Vas a poder conectarte y viajar por donde quieras. Relájate y observa con tranquilidad. Debes comprender cómo va todo antes de tu recuperación completa.
No tuve tiempo de responder y noté de nuevo aquel ardor vaporoso de otro parche cutáneo. El mundo estaba ante mis ojos, tanto el de la red como el de alrededor mío. Que extraño, que dulce, que fácil. Viajé por un mundo sin religión, sin Dioses ni creencias en el más allá, sólo una moral universal bajo datos históricos y científicos contrastados. Menuda utopía. Proseguí mi odisea a través de las redes. Fueron semanas así antes que mi masa muscular se recuperase a través de estimuladores eléctricos y alimentación intravenosa. Los barbitúricos hacían su efecto y yo seguía en ese especial trance cruzando el cosmos terrestre, un espacio en donde las democracias habían abdicado ante grandes y complejos algoritmos gestionados por ordenadores. Ya nadie organizaba unos comicios, ya nadie se tiraba los trastos para pedir el voto a la sociedad. Toda decisión la tomaban correctamente unos algoritmos, una oligarquía digital con bondad, experiencia y conocimientos, unos ministros sin ideología política, sin creencias ni ideología alguna. Si algo de cariz humano debía resolverse, se organizaban unas votaciones telemáticas y todo seguía en paz. Sin aristocracia, reyes u otros poderes no había leyes escritas, sólo situaciones con decisiones. La jurisprudencia y la experiencia almacenada servían a aquellos entes digitales para tomar la decisión óptima social. Así se habían abolido todos los ejércitos quedando ciertos remanentes por el mundo a modo de policía universal. El objetivo era prestar servicios de seguridad y rescate a la sociedad, nada de beligerancias entre territorios. Éstos, sin fronteras, ostentaban un gobierno centralizado en los algoritmos y nada más. Y todo funcionaba bajo una distribución equitativa de la energía obtenida por todo tipo de renovables. El petróleo y la geopolítica habían sucumbido ante la fe de los algoritmos. Incluso la demografía mundial mantenía un crecimiento cero bajo una gestión mundial de la población. La gente no pagaba sus necesidades con moneda física, sólo con transacciones des de su mente gracias a chips cerebrales implantados al nacer. Había un Banco Mundial y nada más, ni especulaciones ni inversiones privadas, sólo una moneda virtual y universal. Así se entendía el reparto de la riqueza, y no bajo un neocomunismo, sino bajo la formación, el esfuerzo y la estimulación. La enseñanza, bajo un currículum mundial y exigente, proyectaba todo aquello sin quejas ni ansiedades. Todo el mundo se sentía responsable y solidario. Las relaciones familiares podían ser de todo tipo sin prejuicios ni imposiciones ideológicas, sólo con decisiones lógicas. Hasta la eutanasia era un derecho universal.
Así fueron muchas semanas de periplo por aquel mundo ajeno a mi pasado. Entonces pude levantarme, mi masa muscular ya recuperada, daban rienda suelta a mi libertad. En breve podría incorporarme a una nueva misión espacial bajo hibernación. Quien sabe cómo sería de nuevo el mundo a mi vuelta.