En nuestro torero país cada día más adolescentes se vuelven más crueles en el aula y con ello más docentes sufren por ello esta violencia. Escribía el profesor Joan Frigola para El Periódico:
La agresividad, sea latente o
explícita; verbal, emocional o física; de baja o alta intensidad, se está
instalando en el sistema educativo [...] y lo que molesta a la Administración
no es que haya conflictos (ella es especialista en crearlos), sino que se
aireen.
Y eso es lo que ocurre, que a menudo los dirigentes quitan importancia al
asunto. A finales del 2006 la Conselleria d’Educació de la Generalitat de
Catalunya hizo público un comunicado en que tras calificar los ataques que reciben
los profesores como un hecho muy grave, sólo se trataba de casos aislados que
no eran generalizables a todo el sistema escolar. El propio conseller de entonces, Joan Manuel del
Pozo, sugirió que para evitar mayor algarabía:
No se creara más alarma de la que
realmente estuviera justificada.
Pero de hecho, estas opiniones no casaron con los estudios que ellos mismos
ordenaron. En la encuesta sobre juventud y seguridad en Cataluña del 2001, el
20,8 por ciento de los alumnos reconocía haber gritado a sus profesores, el 12
por ciento haberles insultado y el 1,2 por ciento haberles agredido
físicamente. Es decir, que las provocaciones por parte de los escolares hacia
los docentes son pan de cada día en el aula. Puesto que las palabras orden,
autoridad y disciplina causan frecuentemente miedo en la legislación educativa,
cabe preguntarse que puede hacer el educador frente a estas situaciones. Por
desgracia muchos profesores caen en el error y en la provocación quedando
desautorizados en clase. En noviembre de 2006, y ante un gran cúmulo de quejas
por parte de maestros y profesores, el Fiscal Jefe del Tribunal Superior de
Justicia de Cataluña, José María Mena, ordenó a los fiscales que endurecieran
la protección penal de los educadores tipificando como atentado las agresiones a los profesionales de la enseñanza. De
hecho éstos realizaban una función de interés social como es la educación. Tal
delito conlleva penas de dos a cuatro años de cárcel, algo que según las
asociaciones de Jueces de Cataluña fue calificado de forzado, cuestionable y de
difícil aplicación, más bien debía considerarse como un mensaje de llamada de atención, un aviso a los posibles
agresores. Independientemente de todas estas medidas forzadas está claro que lo más hábil en un docente son las
actuaciones preventivas evitando caer en la provocación. Mostrar un enfado
excesivo y ponerse histérico ante un adolescente es un error, él logra su
objetivo, crispar, y el adulto pierde el suyo, educar. Ante el desafío, y esto
también sirve para los padres, hay que agarrar ese lance y devolvérselo sin ira
alguna, hay que desconcertar al púber, hay que mostrarse como una pared que no
pincha, una pared donde rebotan los agravios, un muro que le marca sus límites
y en donde el silencio debe tronar. En otro caso, y si no se controla al
provocador de clase, se pierde el control del grupo, su respeto y la
posibilidad de impartir conocimientos a los demás. En fin, que se acabó la
clase. Ante el despropósito de un alumno lo fácil es expulsarlo del aula, pero
lo difícil es jugar su juego sin ira y sin mostrarse herido. Si él ve que sacó
de sus casillas al profesor una vez, lo hará cientos. Mejor esquivar esa
primera y habrá menos en el futuro. Ese tipo de docentes demuestran una amplia
experiencia que les permite evitar algo que frecuentemente sucede, gritar. Por
otro lado, si se abuchea y presiona en exceso a un alumno puede que algunos
padres no lo encajen bien y vayan al colegio a exigir explicaciones. Hoy ya no
funciona la antigua terapia de castigar en el colegio esperando otra sanción
paterna si el escolar se quejaba en casa. Valore por tanto a aquellos
educadores que sin la bronca controlan al grupo. Si su presión se hace evidente
en la opinión de sus hijos significa que su preocupación es alta, en caso contrario
pasan de todo. Piense que los centros de
enseñanza reciben denuncias de lo más inverosímil. Recuerdo el caso de unos
padres que tramitaron una querella contra un profesor por maltratar a su hijo psicológicamente por llamarle la atención con
un grito. U otro caso en donde el profesor confiscó temporalmente un
móvil de un alumno por utilizarlo en clase. En esa ocasión el docente casi fue
denunciado por apropiación indebida.
Y si quiere otro ejemplo más kafkiano
el de un maestro que quiso registrar la mochila de un escolar bajo la sospecha
que escondía un hurto. La familia del chaval averiguó que podía denunciar al
profesor por violación de la propiedad.
Si antes se decía que la letra con sangre entra, ahora es el docente quien recibe letras
y sangre con denuncias potenciales. Años atrás era el maestro quien intentaba
persuadir al escolar diciéndole que avisaría a sus padres, ahora es al revés,
es el alumno quien amenaza al educador con sus progenitores. Querer mantener la
rectitud de forma contundente sobre los alumnos ya no parece aconsejable, por
tanto si sus hijos le cuentan que tal profesor es respetado sin proferir ni
gritos ni histerismo, algo muy bueno tiene éste.
En definitiva, ante las provocaciones mejor ser pared que no pincha que
barricada con alambres. Un proverbio chino ora que cuando el vendaval ruge el árbol se quiebra pero el junco sobrevive.
Veamos ahora un ejemplo sin dar caña de ser caña:
- Ei, profe Peláez
– gritó un alumno en clase de tecnología -, ¿para que sirve mi poll*?
- Con ese lenguaje – sonriendo el docente – y sin delicadez
por tu parte, para algo que las chicas dejarán que te hagas tú solo- el grupo
se ríe y el provocador también.
- ¿Sabes? Creo que me estás rallando, tío – levantándose del pupitre.
- Lo siento, ¿pero crees realmente que yo soy tu tío o tú
un DVD? Por favor, siéntate y déjame dar clase a los demás.
- Ala tío, como te pasas – contestó con cierta simpatía el
alumno.
- Y ahora, por favor ¿me dejas dar la clase? – nadie más
intervino y el provocador se sentó – Pues prosigamos.
El caso anterior, real en sus palabras, muestra en cierto modo que una vez
robado con simpatía el protagonismo del provocador, éste suele ceder en su
intención, he dicho suele. A menudo no ocurre así y nadie da con una solución
pacífica que integre al provocador dentro del colegio. La política actual dice
que el centro debe reinsertar a estos adolescentes en la sociedad, algo fácil
de derivar pero difícil de asumir. Los docentes no son psicólogos y tampoco
asistentes sociales. A pesar de ello se espera que resuelvan el percal. La
desgracia llega cuando el alumno anómalo
perpetra el insulto, la amenaza y la agresión al profesor. Bajo tal presión
poco puede hacer el docente. Dirá algún experto que hay que aplicar la teoría
de moda, la resolución de conflictos a través de un buen conocimiento de
educación emocional bajo un mediador, pero esa terapia resulta a menudo un
pacto de buenas intenciones sin que nadie sepa como llevar la gesta a la
práctica. Cuando un adolescente propina una patada a un profesor afecta a todo
el resto. Si el tutor no puede solucionar la violencia de un solo individuo,
tampoco podrá atender a la mayoría, es decir, si un único alumno centra la
atención del docente poco asistirá a los demás. Luego contará el problema que
tiene con el díscolo y pasará a tener dos problemas, el del aula y el de
papeleo. Cabe preguntarse ahora si esto es integrar o dejar de lado a todo el
grupo.
Como antes se ha mencionado, la pedagogía teórica promueve la educación
emocional. Los especialistas no paran de hablar de ella y las instituciones
organizan cursos al respecto. Ya dijimos que se propuso quitar una hora de
clase normal a cambio de una de educación emocional. El hecho es que la
educación emocional se muestra, entre otras cosas, como la piedra filosofal para
neutralizar a los alumnos provocadores. Y, ¿qué postula la educación emocional
para resolver el problema? Pues aconseja que en el aula se motive al alumno,
que se practique la empatía con él, que se comprenda su sensibilidad, que se le
enseñe a controlar sus emociones, que se eleve su autoestima y finalmente que
se promueva su interacción con los demás. Todo lo anterior siempre se ha sabido
y aplicado pero con mayor disciplina y unidad educativa entre centros y
familias. En cierta forma parece como si alguien hubiera descubierto esto sólo
para ponerle un nombre, el de educación emocional, y ahora venderlo como una
solución innovadora. Algo que está claro por el momento es que el docente que
cae en la provocación pierde la partida sin hallar salvación alguna al asunto.
En noviembre del 2006 llegó
otra componenda para tratar los casos de alumnos provocadores. Auxiliadora
Javaloyes, directora del Area de Hospitalización del Adolescente de la Clínica
Mediterránea de Neurociencias (CMN), propuso que ante el primer síntoma que
indique que estamos frente a un menor violento, hay que pedir ayuda al médico.
Siempre se ha dicho que es mejor prevenir que curar aunque en caso de
adolescentes díscolos se llegó tarde. La mayoría de estos alumnos violentos se
originó durante los primeros pasos educativos. Si se fue demasiado permisivo
con el infante se le animó a desarrollar sus exigencias por encima de sus
adultos. Al llegar a la adolescencia con dieciséis años de rebeldía y metro
ochenta de altura, no hay quien lo pare, ni el doctor House. No obstante la
solución de mínimos es que los profesores NO caigan ante la provocación. Con el
tiempo llegan a ganarse a los escolares. Esta situación lleva sus semanas pero
al final genera que unos púberes confíen en su educador y en sus consejos.
Otras medidas como ir al médico o asistir a cursos de educación emocional puede
que ayuden pero parecen más pastillas balsámicas que auténticas soluciones ante
la pulmonía del provocador. Muchos teóricos insisten que con un mayor número de
cursos, control burocrático y libertad de elección escolar de las materias, los
alumnos díscolos desaparecerían pero la calidad escolar no reside ni en el
control burocrático ni en la libre elección, y ni mucho menos en crear
superprofesores a golpe de más y más cursos, la calidad educativa se logra
desde la más temprana infancia con rutinas de estudio, concentración y
esfuerzo. Cuando esto no se cumple llegan a secundaria los díscolos
irreductibles. Por tanto hay que incidir en infantil y primaria con máxima
efectividad para prevenir males mayores durante la adolescencia.