Su pareja abandonó el hogar, sus
familiares no la soportan y sus amigos, si los mantuvo, por ser como era,
dejaron de serlo. La persona imponente, profesor o profesora, suele ser aquel
personaje quemado por la enseñanza que perdió su capacidad de empatía con los
jóvenes y ahora vive bajo el yugo de la amargura. Muchos años lleva soportando
a provocadores, malcriados y pasotas, así que opta por dar clases con laxitud y
distancia, pasando en parte de sus alumnos e imponiendo más sus ideas que no
provocando el argumento en los propios escolares. Para el imponente hacer
pensar a los estudiantes significa malograr su tiempo para beneficiar sólo a
unos pocos con inquietudes. A menudo el imponente da sus clases a espaldas del
grupo invadiendo la pizarra con mil trazos de tiza que los alumnos deben anotar
atropelladamente, ¿se imaginan lo que ven los escolares durante ese momento?
Pues algo muy sórdido, ven la rabada de su docente enmarcada por el futuro
oscuro de la pizarra, un futuro muy negro. Ahora con las pizarras digitales el
futuro se vuelve más claro.
Envidiar y criticar a todo el mundo es
harto normal en este perfil docente. Algunas veces, y para llenar esos océanos
de antipatía, el imponente siembra islas de simpatía que los alumnos jamás ven
como puerto en donde varar su navío, más bien piensan que es hipócrita. Esos
acercamientos estilo madre Teresa de Calcuta no son más que intentos para curar
su conciencia de imponente amargado. Durante esos pequeños intervalos de
laxitud, la santa madre habla a los
adolescentes como niñitos de tres años. Con ello no da con lo que estos desean
ser realmente en breve, adultos. El imponente jamás comprendió que dirigirse a
estos púberes como hombres y mujeres suscita mejor su responsabilidad
que no tratarles como nenes ingenuos de primaria.
Alguien dijo que un buen maestro no es el que espera que le admiren sino
quien desea que le superen. Imponer verdades puede ser útil y formativo pero
imponer opiniones castra el potencial crítico de los escolares. Goebbles, el
asesor ideológico de Hitler, afirmaba que una mentira repetida mil veces
terminaba por ser verdad. Ahora imagínense si hubiéramos hecho lo mismo con las
verdades. En el aula debe existir esa repetición de las autenticidades más una
pizca de ingenio que haga pensar a los alumnos, que les rete, que les provoque.
Ellos están en el colegio por una simple razón, para ser autónomos en la vida y
destetarse a la larga de sus padres. Un profesor sólo imponente en opiniones
jamás logrará potenciar su autonomía, sólo les llenará la cabeza de sus ideas, con el riesgo de estar
equivocadas. Por tanto aprecie al educador
que no impone sus convicciones personales, aunque sí los hechos probados. Mejor
que les induzca a buscar y contrastar toda la información disponible. El
filósofo Bertrand Russell hacía una broma de si mismo en este sentido, en el de
ser crítico.
Si una vez muerto toda mi obra desapareciera, ¿a
quién preferiría para hablara de mi? ¿a un discípulo estúpido o a un enemigo
listo? Pues mejor un enemigo listo ya que el primero no me habría entendido. En
cambio el segundo, a pesar de criticarme, me cuestionaría correctamente.
El buen educador debe provocar que
sus escolares sean críticos incluso con las opiniones de su mentor. En este
sentido vale el ejemplo de un profesor de matemáticas durante la guerra de
Iraq. Al inicio de ésta pilló un día a sus alumnos de secundaria debatiendo
entre un SÍ o un NO a la guerra. El tema de ese día debían ser las ecuaciones
de segundo grado, ecuaciones que casualmente suelen ofrecer dos soluciones. Un
SÍ o un NO a la guerra también resultaba dual. Así pues el debate substituyó la
clase de álgebra y la conclusión a la cual llegaron fue asombrosa. Contrastando
sus opiniones con las informaciones que les ofrecía el educador resolvieron la
ecuación con gran pericia. Un alumno redactó lo siguiente:
Podemos
desear erradicar la dictadura de Saddam y con ello llegar a la guerra. Podemos
pensar que el petróleo mueve los hilos de la invasión y negarnos a la guerra.
Son dos soluciones ante una misma ecuación pero, ¿debemos elegir
obligatoriamente entre estas dos opciones? ¿O lo realmente importante del asunto sería regalar al
pueblo iraquí la libertad de poder escoger? Bajo la dictadura de Saddam poco
pueden hacer, o sobreviven así o se revelan contra la opresión. Pero cualquier
revolución no debe pasar precisamente por el conflicto bélico, puede pasar por
la cultura y el esfuerzo. Si en lugar de enviar tropas se mandaran
conocimientos puede que ellos mismos provocasen el cambio en su país. Lástima
que Estados Unidos prefiera la vía rápida, la guerra preventiva, a la vía
lenta, la revolución cultural. Como si se tratara de una ecuación de segundo
grado volvemos a tener dos soluciones. Nosotros optamos por la cultura.
Por desgracia, y años más tarde, prosigue el
conflicto en Iraq sin que la cultura haya ganado la partida. Un profesor imponente jamás hubiera
permitido ni suscitado una clase como la anterior. Y algo más, la ley prohíbe
hacer apología de las ideologías del docente entre sus alumnos. En fin, quién
politice a sus estudiantes comete una falta. Viene al caso algunos profesores
de historia que critican el capitalismo a cambio de comunismo. Si analizamos los
dos con perspectiva la teoría es buena pero su aplicación conlleva problemas.
Mejor informar educando que manipular mintiendo.
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